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III Domingo de Cuaresma Lc 13,1-9

En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios.


La llegada inesperada de unos portadores de malas noticias interrumpe la enseñanza de Jesús. A Lucas le gusta relanzar así el interés del lector con interrupciones de este tipo. Dos noticias de titular de periódico. Una se la dan a Jesús, la otra la recuerda él mismo. El hecho que le cuentan fue una matanza ordenada por Pilatos, con motivo de una protesta popular, en la que murieron unas seiscientas personas dentro del templo del Jerusalén. En las épocas de gran afluencia de público al templo, cada uno de los oferentes de animales mataba su propia víctima, limitándose el sacerdote a recoger la sangre del animal y derramarla sobre el altar. Lo que sucedió aquel día fue considerado como una gran profanación del templo, un sacrilegio, pues se había mezclado la sangre de los animales con la de sus oferentes asesinados. Quienes pasaron la noticia a Jesús pensaban que se trataba de un 'castigo de Dios'. Quienes no habían sido asesinados podían considerarse justos delante de Dios. Jesús, que no estaba de acuerdo con semejante raciocinio, les contestó. Los informadores de Jesús debieron de llevarse una sorpresa.


Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.


Según la mentalidad de aquel tiempo Pilatos no hizo más que ejecutar un castigo de Dios. La retribución temporal se vivía en aquella época a flor de piel. Hacían de la retribución una cuestión de justicia: toda actividad merece un salario. El mal personal era un castigo de Dios, era el pago de acciones torcidas. Los sufrimientos son siempre consecuencia del pecado, y es el castigo que Dios impone como sanción a quien desobedece sus normas (Ex 20,5). En tiempos de Jesús, y desde unos siglos antes, la idea de que el sufrimiento era siempre castigo por el pecado se mantenía, pero el acento recaía en el sufrimiento personal y, sobre todo, en el pecado individual: cada enfermedad, cada desgracia era la consecuencia directa de cada pecado cometido por quien la sufría o, en todo caso, por sus progenitores (véase Jn 9,2). Además, la doctrina oficial, especialmente la farisea, reducía el concepto de pecado a la pura trasgresión de la ley, resaltando, aún más en el aspecto individual, y encerrando la cuestión en el ámbito exclusivo de la relación entre Dios y el individuo. Que la gente pensara así resultaba muy beneficioso para las clases dirigentes. Así estaban todos cogidos y necesitados de ellos. Para Jesús no es pago de nada. Dios no actúa castigando o haciendo escarmentar a nadie. De ser así, el castigo les hubiera tocado también a ellos, pues eran igualmente pecadores. Solamente es una señal, una llamada al cambio, a la conversión. Todos somos pecadores y necesitamos convertirnos. Aprovechemos este zamarreón de la experiencia cotidiana para poner orden en nuestras vidas.


O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.»


Los muertos bajo la torre no eran peores que los otros. Lo que ocurrió fue que tuvieron la mala suerte de pasar por allí cuando esta se desplomó. Así es la condición humana, la muerte puede presentarse en el momento más imprevisto. En conclusión: Jesús no está en la línea de la retribución temporal (el gran problema del libro de Job), sino más bien en ver una llamada a la vigilancia, a la conversión. Algunos titulan este relato: “Del buen uso de las desdichas” (Bovon 449). Las desgracias ajenas pueden conservar su fuerza de amonestación. Lo que para unos es desgracia, para otros sea escarmiento. Quien no aprovecha el tiempo para arrepentirse no se librará de la desgracia (Schökel)


Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?" Pero él le respondió: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."»


Conectando con el texto anterior, esta parábola de la higuera, referida en la predicación de Jesús a Israel, ilustra las oportunidades que Dios concede para la conversión. Está situada entre la invitación a la vigilancia y a la penitencia y las bre-ves parábolas del Reino, de la mostaza y la levadura. La figura esencial de la parábola es el viñador y su actitud de intercesor. No solo logra aplazar la decisión; se compromete a cavar a su alrededor y echar abono, algo desacostumbrado en los usos agrícolas de la época respecto al tratamiento de los árboles frutales. El mensaje es de esperanza, Dios sigue siendo paciente, aunque urge a la conversión que es el primer fruto que se le pide. La parábola remacha la idea anterior: hay que convertirse, dar frutos mientras haya tiempo. La conversión no puede dejarse para otra oportunidad, porque puede que no llegue esa otra oportunidad.

PREGUNTAS


1. ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás?


Los informadores se debieron llevar una sorpresa. La situación se volvió contra ellos. Dios no actúa castigando o haciendo escarmentar a nadie. De ser así, el castigo les hubiera tocado también a ellos, por ser igualmente pecadores. Pensaban en el pecado de los otros. Jesús los va a encarar con los suyos propios.


Ante los enfermos y los desafortunados, los fariseos recurrían al juicio, Jesús, por el contrario, actúa desde la misericordia y la piedad. Ahí está la respuesta a tantas preguntas que nos hacemos cuando llega la desgracia. Nos preguntamos: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué lo permite? La pregunta es válida, el problema está en las respuestas que damos.


Si miramos los acontecimientos desde la clave divina, nos dice Estrada, como bendiciones y castigos, nos llevará al temor y al miedo que tanto peso ha tenido en el cristianismo. Hay que asumir que la historia es nuestra, que el hombre es el agente, y que Dios actúa en cuanto que inspira, motiva e interpela, sin desplazar el protagonismo humano.


Ante los sufrimientos naturales y sociales hay que preguntarse qué es lo que hacen los hombres, y en concreto interpelar a los cristianos a ver cómo responden a los acontecimientos. Hay que asumir la soledad histórica de la libertad y la responsabilidad, sin descargarla en Dios, para desde ahí luchar contra el mal. No hay que olvidar nunca el grito cristiano del ¿Dios mío, dios mío, por qué me has abandonado?', que es la otra cara de un Dios que no interviene para parar la injusticia, a costa de la autonomía humana.


¿Qué queda entonces del Dios omnipotente y providente? No la imagen del que todo lo puede a costa de la libertad humana, sino la del Dios que se identifica con las víctimas, que se siente concernido con el sufrimiento, y que inspira y motiva al hombre para que éste le ayude a luchar contra el mal. Hay que "ayudar a Dios", para que el bien pueda surgir del mal, para que el sufrimiento genere solidaridad, en lugar de endurecimiento y deshumanización, y para que no se pierda la confianza y el sentido de la vida.


Es poco lo que puede hacer Dios sin el hombre, por lo menos desde la perspectiva cristiana de un Dios encarnado que se revela como tal en el crucificado y cuya suerte forma parte de las de las víctimas de la injusticia que recorren toda la historia”. (Cf. José A. Estrada. Razones y sinrazones de la creencia religiosa. E. Trotta. Madrid. 2001)


• ¿Me considero mejor que los demás?

• ¿Siento necesidad de ser salvado, perdonado?

• ¿Cuál es mi Dios?


2. Un hombre tenía una higuera...


La higuera del árbol con muchas hojas y bella apariencia, es la imagen de un Israel que no da el fruto del cambio y la conversión. Pero Dios tiene paciencia y espera. En lugar de cortarla va a seguir cavándola y abonándola.


La higuera es cada uno de nosotros. La higuera es la comunidad. Una iglesia, una comunidad que no dé frutos no tiene razón de ser, por mucha hojarasca que ostente. El fruto que se espera es que respondamos a las oportunidades y valores que se nos han dado.


Lo único que justifica ante Dios son las obras. Solo las obras muestran quién es bueno o malo ante El. Porque somos al final “siervos inútiles” es por lo que Jesús suplica por su pueblo y por cada comunidad cristiana. Y se compromete con ella: «entre tanto yo la cavaré y le echaré estiércol». Siempre espera, contra toda esperanza: «si en adelante diera fruto...» Pero si no nos dejamos hacer ni hacemos…


• ¿Qué cosas son importantes en mi vida?

• ¿Esas cosas son el fruto que Dios quiere o son simplemente hojas que dan apariencia?

• ¿Qué frutos de misericordia, acogida, liberación estamos dando?


3. CONVERTIRSE


Para Lucas la primera actividad del discípulo es la conversión, el arrepentimiento. Convertirse es volver a Dios y esto exige una ruptura con el pecado. Cuando Dios nos llama, algo seguramente tenemos que dejar, en algo tenemos que cambiar.


Nuestro primer encuentro con Dios, que se produce bien por una llamada en la oración o en el compromiso con los excluidos, en una reunión de grupo, un estudio de evangelio, un golpe de gracia que hemos tenido, nos lleva a una purificación de nuestra vida. Cuando nos acercamos a la luz vemos nuestras manchas. Lo primero es la llamada, lo primero es la luz. Si se renuncia al orgullo, al dinero, a la comodidad, al egoísmo es porque nos hemos encontrado con Dios.


La noción de conversión es mucho más amplia que la del arrepentimiento. El arrepentimiento es la parte negativa, es el dejar de hacer el mal. La conversión es volverse hacia Dios, caminar a su encuentro. Y convertirse mientras hay tiempo. Esta cuaresma es un tiempo de gracia. Con frecuencia aplazamos compromisos, para "tiempos mejores". Cada tiempo es el mejor... porque a lo mejor no hay tiempo.


Convertirse para ayudar a otros a emanciparse, tomando pequeñas iniciativas que rompan soledades, amortigüen golpes y activen lo mejor que llevan dentro. Convertirse para estar abiertos a la gracia de Dios. La vida es gratuidad, es don. Solo necesitamos conectar bien la parabólica del corazón. Convertirse para no creernos mejores que los demás porque no cometemos sus fallos. Creernos superiores porque no padecemos desgracias y sufrimientos. Si la desgracia ajena no es una gracia para mí, no ha cambiado mi corazón.


• ¿A qué me siento llamado, después de lo escuchado y reflexionado?

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