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El Rostro de Dios

  • Maite
  • 14 mar
  • 2 Min. de lectura

Los místicos de todos los tiempos han deseado ver el rostro de Dios, como Moisés. Tal es el anhelo del salmista, que le urge desde dentro. San Juan de la Cruz, en su Cántico Espiritual, dirá que lleva en las entrañas dibujados los ojos del Amado, y desea verlos reflejados en una cristalina fuente.


Pedro, Santiago y Juan vieron en el Tabor el rostro de Jesús transfigurado. Desde entonces, el nombre de la montaña designa el lugar bendito al que todos anhelamos subir para plantar, como Pedro, nuestra tienda y quedarnos allí.


Pero, el camino no se detiene; y siguiendo a Jesús nos vemos impelidos a bajar del monte, aunque haya que afrontar, al hacerlo, muchos rostros desfigurados a los que llevar la luz que se nos ha regalado arriba.


Nos hacen falta estos ratos de Tabor, de quietud profunda junto al Maestro que todo lo ilumina con su palabra. Nos hace falta aprender a escuchar su voz, acoger y guardar su palabra y cumplirla, en la soledad y el silencio. Hacen falta momentos de intimidad divina para encontrar no solo ahí el rostro de Jesús; para distinguirlo no solo cuando se presenta deslumbrante de luz, en el marco incomparable de un lugar privilegiado, en un clima de intimidad y de confianza, sino también cuando hemos de compartir ruta con rostros rotos, descosidos, deformados.


Lo que el Tabor desvela generoso lo vela, amarga y recalcitrante, pertinaz y cansina, la misma realidad que nos rodea. Pero la luz del rostro amado nos acompaña; permanece dentro, imborrable, obstinada ella también. Y se refleja, aunque sea tenuemente, en nuestro rostro. Y permite descubrir el rostro de Jesús en el semblante de los menos agraciados.


Hacemos el camino con ellos; acogiendo e iluminando desde nuestro ser encendido. Transfigurando, poco a poco, con pequeñas chispitas de luz, todo a nuestro alrededor. Hay gente así. Piensa un poco y los reconocerás.


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