Misión cumplida
- Maite
- 31 ene
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Hace unos días la prensa se hacía eco de las declaraciones de una famosa cantante española. Afirmaba que piensa a menudo en la muerte y que, ante ella, siente curiosidad y miedo.
Si hubiera que rodar una película sobre las vidas de Simeón y Ana, creo que un buen título sería: “Misión cumplida”. Ellos veían acercarse el momento de la muerte y lo encaraban con esperanza: la de ver al Mesías, luz de las naciones. Ni la avanzada edad ni los años de espera aparentemente infructuosa habían hecho mella en su fe. Esta se había ido acrisolando a lo largo del tiempo, y ambos ancianos habían acabado entregando su vida, gota a gota, en el templo. Ambos eran movidos, a estas alturas de su vida, por el Espíritu; solo buscaban la voluntad de Dios y ver, por fin, al esperado.
Al final de su periplo vital y espiritual, una ve a Simeón y Ana como dos personas que han arribado a la ancianidad con una esperanza que ha ido in crescendo. Y es difícil mantener viva y luminosa la llama de una vela tan frágil como la esperanza.
La esperanza tiene mucho de etéreo, de volátil, de efímero; tan delicada es. Por eso, conocer a quienes la han sostenido e incrementado a lo largo de su vida es una de las mejores lecciones que se pueden recibir.
En este Jubileo que acabamos de inaugurar se nos pide, precisamente, ser testigos de la esperanza. Decía San Juan de la Cruz que de Dios “tanto alcanzas cuanto esperas”. Dios es, pues, amigo de la esperanza; aún más, se deja ganar por ella. Y es que la esperanza está fuertemente entretejida de amor, que es lo que otorga la perseverancia en medio de la oscuridad de las tinieblas, la inconsistencia de las promesas, la traición de los principios y valores, las malas rachas y los pingües resultados.
Simeón y Ana, como el Principito, sabían que lo esencial es invisible a los ojos. Habían aprendido a ahondar en los acontecimientos en la salida de sí mismos, y sus ojos estaban preparados para reconocer la luz en cuanto la vieron.
Tal vez, su misión era precisamente esa: no tanto ser testigos de la llegada del esperado ante unas cuantas personas presentes en el templo en ese momento, cuanto dar testimonio de una esperanza sin límites ni restricciones; de una fe sin fisuras. Algo que ni la proximidad de la muerte ni la avanzada edad pudieron desfigurar.
Por eso, al decir de Simeón, pueden irse en paz. Misión cumplida.

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